─¿Has terminado ya en la cocina? ─preguntó Alba.
─Sí, ¿por qué?
─No, por nada, como te veo ahí tumbado en el sofá mirando las musarañas.
─¿Eso no será envidia porque tienes que irte a trabajar en un rato no? ─contestó Marcos con cierta sorna.
─No, es porque voy a ver que has hecho que huele a palomitas.
─No son palomitas, es sal de sésamo.
─¿Sal de qué? ¿Experimentando otra vez? Te voy a dar yo experimentos.
Alba entró en la cocina, vio un cuenco con algo parecido a la sal pero de color parduzco. Tomó una pizquita y la probó. Estaba sabrosa. Cogió el cuenco y se lo llevó al salón. Empezó a caminar lentamente alrededor del sofá.
─¿Qué haces con el cuenco, me estás rondando o qué? ─le dijo Marcos guiñando un ojo.
Ella se sentó a sus pies, que desnudos, sobresalían por debajo de los pantalones. Marcos ya sospechaba lo que se avecinaba. Conocía esa mirada traviesa a la perfección.
─Te estoy viendo venir, que lo sepas.
─Pues entonces cierra los ojos-le sugirió Alba.
Obediente, los cerró, dejando escapar al mismo tiempo una sonrisa de satisfacción.
Sostuvo un pie y empezó a masajear su planta con el dedo gordo, de arriba a abajo, desde el talón hasta los dedos. Lo hizo tan suave que Marcos retiró el pie instintivamente acompañado de una risita nerviosa.
─¡Qué me haces cosquillas!
─Tranquilo, no son solo cosquillas lo que vas a sentir.
Agarró con firmeza el pie y le advirtió ─no te muevas y cierra los ojos.
Los pies. De pequeña tenía una vecina que vivía dos pisos más abajo. Nunca se separaban y pasaban todas las tardes juntas, muchas veces en casa. Un verano jugaron a chuparse los pies. Fue más bien uno de esos retos que al principio parecen repugnantes pero que entre cosquillas, bocados, soplidos, bromas y risas lo recordaba como uno de los momentos más placenteros de su infancia.
No solía confesar a nadie que era de las primeras cosas en las que se fijaba en un hombre.. En verano era bien fácil mirar con disimulo o fingir rascarse una pierna para echar un vistazo. Llegaba a descartarlos solo por el aspecto de sus pies. No le importaba si eran grandes o pequeños, anchos o delgados, de dedos alargados o regordetes, con más o menos vello. Eso sí, era imperdonable que estuvieran mal cuidados, con uñas excesivamente largas, amarillentas o incluso con cierto grado de roña. Podía intuir la roña antes de que apareciera. Esos talones resecos y duros le repelían sin poderlo evitar.
A menudo encontraba que sus parejas, incluso las de una sola noche, se sobresaltaban si mostraba demasiado interés en tocarlos. Esa fijación se veía algo más propio del género masculino o al menos eso es lo que siempre se consideraba, todo un cliché que le hacía parecer rara. Se planteó si tal vez era una de esas personas fetichistas de los pies que sentían especial morbo por ellos. Lo descartó en cuanto comprendió que su apetencia tenía más que ver con el recuerdo de aquel juego de la infancia en principio inocente.
Se dio cuenta de que unos pies masculinos bien cuidados eran también reflejo del cuidado en otras partes de la vida. Sí, lo reconocía , ella era una auténtica maniática del orden y la limpieza y aquello era un especie de test infalible. Pies bien cuidados era garantía de éxito. Compatibilidad asegurada, al menos para una relación algo más duradera.
Los de Marcos eran pequeños, más anchos que largos y sus dedos perfectamente ordenados por tamaño, ninguno sobresalía en altura. De nuevo cogió una pizca de sal de sésamo y aderezó el pie que sujetaba. Lo primero que hizo fue meterse el dedo gordo en la boca, rodeándolo con la lengua hasta mojarlo por completo. Luego recorrió la base de todos los dedos, ordenadamente, de mayor a menor, relamiendo cada partícula de sal. Se paró en el meñique, lo agarró de la punta y tiró con suavidad hacia arriba. Casi en el mismo movimiento deslizó su lengua hacia abajo en busca del dedo siguiente, que exploró de igual manera, sin prisa.
Justo ahí, bajó la mirada hacia la planta del pie y no se pudo resistir. Lanzó un lametazo por todo su arco que sobresaltó a Marcos. Se quedó allí, justo en su centro, unos segundos más subiendo y bajando en círculos, mientras él estiraba los dedos como buscando liberarse de un placer que lo tenía atrapado y que no sabía si podría soportar mucho más tiempo.
Ella sabía lo que se hacía , así que prefirió quedarse mudo, casi conteniendo la respiración, con el miedo a que cualquier gesto que pudiera hacer interrumpiera el momento. Ya había pasado el tiempo de las cosquillas iniciales y estaba excitado, tanto que ya no sentía su pie como un pie, sino como otro apéndice para el placer, erecto, igual que su polla, cada vez más dura.
Regresó a los pequeños apéndices. Esta vez escogió el segundo dedo, lo agarró con la boca hacia lo largo, en una sutil mordida. Decidió subir hacia el empeine atravesándolo con la punta de la lengua. Fue marcando con sus labios la zona cercana al tobillo que acabó mojando con su saliva. Volvió hacia los dedos. Jugó a encajar su lengua entre cada uno de ellos, primero rápido, siguiendo el orden de izquierda a derecha. Luego los sopló uno a uno, convirtiendo cada soplo en una caricia sin tacto. Volvió a penetrar con su lengua entre dedo y dedo pero ya muy despacio. No quedaba rastro de sal de sésamo. La había devorado toda. Se sentía con la impotencia de no poder engullir de un solo bocado todo su cuerpo. Solo podía saborear los pedacitos expuestos a su boca.
En un impulso extendió sus manos por debajo de los pantalones, hacia sus pantorrillas, con tal ansía que acabó clavándole las uñas. Notó la piel de Marcos totalmente erizada, palpitante. Se daba cuenta de que él no aguantaría mucho más tiempo sin moverse, sin arrebatarse, sin alborotar todo el sofá.
De repente Alba contuvo la respiración y paró en seco.
─Y el otro pie ¿no merece tus atenciones?
─¿Atenciones? El otro pie para cuando yo tengas las tuyas─guiñó─ ¡Voy a llegar tarde al trabajo!