Categoría: Eros

Pies desnudos

Pies descalzos

─¿Has terminado ya en la cocina? ─preguntó Alba.

─Sí, ¿por qué?

─No, por nada, como te veo ahí tumbado en el sofá mirando las musarañas.

─¿Eso no será envidia porque tienes que irte a trabajar en un rato no? ─contestó Marcos con cierta sorna.

─No, es porque voy a ver que has hecho que huele a palomitas.

─No son palomitas, es  sal de sésamo.

─¿Sal de qué? ¿Experimentando otra vez? Te voy a dar yo experimentos.

Alba entró en la cocina, vio un cuenco con algo parecido a la sal pero de color parduzco. Tomó una pizquita y la probó. Estaba sabrosa. Cogió el cuenco y se lo llevó al salón. Empezó a caminar lentamente alrededor del sofá.

─¿Qué haces con el cuenco, me estás rondando o qué? ─le dijo Marcos guiñando un ojo.

Ella se sentó a sus pies, que desnudos, sobresalían por debajo de los pantalones. Marcos ya sospechaba lo que se avecinaba. Conocía esa mirada traviesa a la perfección.

─Te estoy viendo venir, que lo sepas.

Pues entonces cierra los ojos-le sugirió Alba.

Obediente, los cerró, dejando escapar al mismo tiempo una sonrisa de satisfacción.

Sostuvo un pie y empezó a masajear su planta con el dedo gordo, de arriba a abajo, desde el talón hasta los dedos. Lo hizo tan suave que Marcos retiró el pie instintivamente acompañado de una risita nerviosa.

─¡Qué me haces cosquillas!

─Tranquilo, no son solo cosquillas lo que vas a sentir.

Agarró con firmeza el pie y le advirtió ─no te muevas y cierra los ojos.

Los pies. De pequeña tenía una vecina que vivía dos pisos más abajo. Nunca se separaban y pasaban todas las tardes juntas, muchas veces en casa. Un verano jugaron a chuparse los pies. Fue más bien uno de esos retos que al principio parecen repugnantes pero que entre cosquillas, bocados, soplidos, bromas y risas lo recordaba como uno de los momentos más placenteros de su infancia.

No solía confesar a nadie que era de las primeras cosas en las que se fijaba en un hombre.. En verano era bien fácil mirar con disimulo o fingir rascarse una pierna para echar un vistazo. Llegaba a descartarlos solo por el aspecto de sus pies. No le importaba si eran grandes o pequeños, anchos o delgados, de dedos alargados o regordetes, con más o menos vello. Eso sí, era imperdonable que estuvieran mal cuidados, con uñas excesivamente largas, amarillentas o incluso con cierto grado de roña. Podía intuir la roña antes de que apareciera. Esos talones resecos y duros le repelían sin poderlo evitar.

A menudo encontraba que sus parejas, incluso las de una sola noche, se sobresaltaban si mostraba demasiado interés en tocarlos. Esa fijación se veía algo más propio del género masculino o al menos eso es lo que siempre se consideraba, todo un cliché que le hacía parecer rara. Se planteó si tal vez era una de esas personas fetichistas de los pies que sentían especial morbo por ellos. Lo descartó en cuanto comprendió que su apetencia tenía más que ver con el recuerdo de aquel juego de la infancia en principio inocente.

Se dio cuenta de que unos pies masculinos bien cuidados eran también reflejo del cuidado en otras partes de la vida. Sí, lo reconocía , ella era una auténtica maniática del orden y la limpieza y aquello era un especie de test infalible. Pies bien cuidados era garantía de éxito. Compatibilidad asegurada, al menos para una relación algo más duradera.

Imagen en blanco y negro de un pie y su reflejo

Los de Marcos eran pequeños, más anchos que largos y sus dedos perfectamente ordenados por tamaño, ninguno sobresalía en altura. De nuevo cogió una pizca de sal de sésamo y aderezó el pie que sujetaba. Lo primero que hizo fue meterse el dedo gordo en la boca, rodeándolo con la lengua hasta mojarlo por completo. Luego recorrió la base de todos los dedos, ordenadamente, de mayor a menor,  relamiendo cada  partícula de sal. Se paró en el meñique, lo agarró de la punta y tiró con suavidad hacia arriba. Casi en el mismo movimiento deslizó su lengua hacia abajo en busca del dedo siguiente, que exploró de igual manera, sin prisa.

Justo ahí, bajó la mirada hacia la planta del pie y no se pudo resistir. Lanzó un lametazo por todo su arco  que sobresaltó a Marcos. Se quedó allí, justo en su centro, unos segundos más subiendo y bajando en círculos, mientras él estiraba los dedos como  buscando liberarse de un placer que lo tenía atrapado y que no sabía si podría soportar mucho más tiempo.

Ella sabía lo que se hacía , así que prefirió quedarse mudo, casi conteniendo la respiración, con el miedo a que cualquier gesto que pudiera hacer interrumpiera el momento. Ya había pasado el tiempo de las cosquillas iniciales y estaba excitado, tanto que ya no sentía su pie como un pie, sino como otro apéndice para el placer, erecto, igual que su polla, cada vez más dura.

Regresó a los pequeños apéndices. Esta vez escogió el segundo dedo, lo agarró con la boca hacia lo largo, en una sutil mordida. Decidió subir hacia el empeine atravesándolo con la punta de la lengua. Fue marcando con sus labios la zona cercana al tobillo que acabó mojando con su saliva. Volvió hacia los dedos. Jugó a encajar su lengua entre cada uno de ellos, primero rápido, siguiendo el orden de izquierda a derecha. Luego los sopló uno a uno, convirtiendo cada soplo en una caricia sin tacto. Volvió a penetrar con  su lengua entre dedo y dedo pero ya muy despacio. No quedaba rastro de sal de sésamo. La había devorado toda. Se sentía con la impotencia de no poder engullir de un solo bocado todo su cuerpo. Solo podía saborear los pedacitos expuestos a su boca.

En un impulso extendió sus manos por debajo de los pantalones, hacia sus pantorrillas, con tal  ansía que acabó clavándole las uñas. Notó la piel de Marcos totalmente erizada, palpitante. Se daba cuenta de que él no aguantaría mucho más tiempo sin moverse, sin arrebatarse, sin alborotar todo el sofá.

De repente Alba contuvo la respiración y paró en seco.

─Y el otro pie ¿no merece tus atenciones?

─¿Atenciones? El otro pie para cuando yo tengas las tuyas─guiñó─ ¡Voy a llegar tarde al trabajo!

Plato azul con garbanzos formando un círculo.

Garbancito ¿dónde estás?

─Oh, venga, si sabes que los garbanzos no me gustan. ¿Cuántas veces te he contado que en casa me los pasaban para hacérmelos comer? En serio, ¿esa es tu idea de la comida perfecta para celebrar nuestro aniversario? No puedo creer que después de todo el día sin vernos, sea lo primero que me pones por delante cuando entro por casa. Víctor, de verdad, ¿y tu te quejas de que no tengo sentido del romanticismo? Si al menos hubieses cocinado mi plato favorito.

─Notición de primera plana. ¿Celebrar nuestro aniversario? Vaya, parece que ahora te importa lo que comamos hoy. Tu no eras el de ─»Celebrar los aniversarios es una tontería, todos los días deberían ser especiales…bla, bla, bla.»─ A lo mejor en el fondo sí que te gusta hacer el ñoño, como a todo el mundo. Igual habías imaginado una comida más espectacular.

─Ya quisieras tú, me da igual , pero no me digas que tanto empalago que pones con el tema de las celebraciones y que para hoy hayas cocinado garbanzos, tiene delito. Menuda noche más estimulante que nos espera, fuegos artificiales pero de los de salir corriendo. ¡Si es que no me gustan! Míralo, ni siquiera has guardado el paquete, ahí lo tienes, en la encimera como si fuera lo más atractivo del mundo. Ideal para terminar mi día. Hoy he tenido que llamar a la policía otra vez, han vuelto a ocupar mi plaza en el aparcamiento. Son unos desgraciados. Levantarme de esta silla y patearles el culo es de lo que me dan ganas.

Víctor miró el paquete  de garbanzos, cogió uno, colocó su dedo índice sobre los labios de Javi.

─Shhh ni pío.

Plato azul con garbanzos formando un círculo.

Puso la pequeña y redonda legumbre en la oreja derecha, cerca del lóbulo. La hizo rodar levemente hacia arriba y luego hacia abajo. Javi se estremeció al instante, sintió la tensión de toda su piel erizándose. Hizo el amago de decir algo, pero Víctor repitió. -«Shhh».

Del lóbulo de la oreja desplazó la «bolita» hacia los ojos, primero pasando por la sien, bordeándola hasta llegar a la frente. Luego la empujó hacia abajo, hacia la nariz, entrando en contacto con el lagrimal. Instintivamente Javi cerró sus ojos y Víctor aprovechó para sujetar  el garbanzo y hacerlo rozar con suavidad sobre las pestañas. Otra vez se le erizó la piel. Siguió su recorrido, ahora eran sus labios los que sentían un cosquilleo incipiente. Los contorneaba como si estuviera dibujándolos con un pincel. Su boca se entreabrió dejando escapar un suspiro que fue casi un susurro. Algo que quiso decir, un anhelo que no podía expresar, el nacimiento de un deseo: que no parara.

Víctor notó ese anhelo y siguió bajando hacia el cuello. En ese momento Javi le hizo un hueco entre sus piernas y se pudo arrodillar para estar a su misma altura. Le besó en la boca y aprovechando esa distracción le desabrochó los botones de la camisa. En un momento fueron conscientes del silencio que les rodeaba, inmersos el uno en el otro, sólo eran capaces de oír la respiración suave y entrecortada de Javi.

Ahora rodaba por la parte superior de su torso, podía sentirlo excitando el vello de su pecho, acompañado del roce de las yemas de los dedos de Víctor. Él había sido, después del accidente, el único convencido de que podría volver a sentir todo el placer sexual que creía haber perdido, toda la sensibilidad. Resultó ser el más fuerte de los dos. Esa cualidad le excitaba, era un desafío para Javi hacerse merecedor de esa fortaleza que transmitía en cada gesto cotidiano, la manera de transformar un mal momento o un mal día, convertirlo en algo sin importancia, insignificante, irrisorio. Allí estaba a punto de volverlo loco de deseo con un simple y anodino garbanzoNunca se agotaba su imaginación.

Una pequeña descarga de placer le sacó de ese pensamiento. Sin darse cuenta se encontraba con los pezones erectos, tiesos, duros, impacientes por saberse lamidos y húmedos. Cuanto más, más fuertes las descargas de placer, como látigos que azotaban cada recoveco de su ser, extendiéndose más allá de los límites sensoriales de su propio cuerpo.  No tardó en llegar esa lubricidad deseada. En la aureola izquierda, la presión de la punta de la lengua de Víctor comenzó a dibujar un círculo. Mientras, un garbanzo travieso jugaba a enloquecer al otro pezón. Rozaba su punta poniéndolo duro, se alejaba un instante, para retornar con otro gesto diferente. Ahora simplemente lo presionaba sobre la punta, convirtiéndose en dos bolitas disputándose el mismo territorio. Luego se alejaba de nuevo para regresar  marcándolo de lado a lado, de arriba a abajo. La misma tortura placentera ejercía la lengua sobre el otro, mojado por completo.

Tiempo atrás había sido toda una sorpresa experimentar el orgasmo de esa manera. No se sentía preparado después del accidente. Era una cuestión de tiempo y confianza que recuperara su vida sexual de siempre. Eso era, al menos, la cantinela que repetían los médicos una y otra vez. Había tenido suerte porque otras personas pierden esa parte de su vida tal y como la conocían. Sin embargo, el miedo a fallar le impedía sentirse cómodo con esa parte de su anatomía. A veces no quería mirarse, lo hacía de reojo, como si no pudiera afrontar que debajo de su entrepierna siempre habría una silla, su propia cárcel con ruedas.

Nunca le había prestado excesiva atención a otras zonas de su cuerpo. No es que no tuviera en cuenta los prolegómenos, pero seamos sinceros tenía una buena polla, hermosa y poderosa, que hasta el accidente, seguía conservando toda su potencia a pesar de que ya no era tan joven. Se le daba bien, era un buen amante. La soberbia de sus pasados años de su juventud  le había grabado a fuego esa certeza.

Tuvo que aprender a escuchar de nuevo su cuerpo y halló que sus pezones le hablaban, primero durante la noche, en sueños. Soñaba que su estímulo le proporcionaba placer. Luego empezó a jugar con ellos, distraídamente, mientras veía la televisión o se quedaba leyendo un rato después del desayuno, en esa mañanas de domingo en las que el mejor goce se traduce en no hacer nada. Este descubrimiento lo llevaba en secreto. Quería sorprender a Víctor con su nuevo hallazgo, dibujando juntos el nuevo mapa de los placeres de su cuerpo. Un mapa que se iba haciendo más grande a medida que dejaba atrás los peores recuerdos del atropello.

Era la primera vez que algo más, aparte de  labios, lengua, dedos o nariz, se convertía en instrumento de placer alrededor de sus pezones.  Víctor paró un instante al ver que Javi estaba a punto de correrse. Lo notó por la forma de agarrarse a la silla y en la torsión de su cuerpo, que anunciaba el espasmo definitivo.

Paró y deslizó sus manos hacia la parte baja de su vientre, acariciándolo y abriéndole el pantalón, liberando de las apreturas un falo vigoroso y enhiesto. Tuvo la tentación de metérselo de lleno en la boca. ¡Dios, cómo le gustaba el sabor de esa polla! No se cansaba nunca de chupetearla, degustarla, de recorrerla a placer como el más exquisito de los manjares.

Pero no, se contuvo, prefirió contemplarla mientras que empezaba a viajar por ella a lomos del garbancito. Desde la base del pubis lo llevaba con su lengua, despacito, hasta la punta, donde el glande hacía tiempo que asomaba reluciente. Allí en esa corona de suavidad infinita daba sutiles  lengüetadas de lado a lado. Retiró el garbanzo de su boca, la abrió por completo y se introdujo todo el falo ensalivándolo de puro  deleite. Víctor decidió parar ahí, retiró su boca, miró a Javi y le preguntó con cierta ironía.

─¿Qué? ¿Te apetece ya que comamos?

 

 

 

 

 

taza de café con cookies de chocolate

¿Compartimos unas cookies?

taza de café con cookies de chocolate

La vio ponerse de puntillas. Parecía querer alcanzar un paquete en la balda superior. Eran unas cookies de chocolate. Sin poderlo remediar dirigió la mirada a los tobillos. Perfectos. Era tan inusual encontrar esa forma. Pie pequeñito, tobillo fino, y de una manera que encontraba inexplicable, como si fuera un truco de acrobacia y resistencia, sus pantorrillas se agrandaban, se ensanchaban de manera prominente hasta alcanzar las rodillas. Desde allí, sus muslos orondos y prietos se perdían bajo la falda. No pudo evitarlo, dirigió la mirada a su culo. Sí, estaba mirándole el culo mientras que no se percataba de nada, culo redondo y ampuloso. Ella, de pequeña estatura, intentaba estirarse para coger las galletas sin conseguirlo.

Omar alargó el brazo, tomó el paquete y se lo ofreció con una sonrisa tímida.

─Gracias. ¡Oh mierda, está vacío! ¿Te lo puedes creer? se han comido la mejor parte y solo han dejado el envoltorio. ¡Puaf! ¿y ahora qué hago?

─Bueno puedes acercarte a otro supermercado, seguro que tienen más variedad de cookies que aquí.

─Lo sé, pero solo me gustan de esta marca.

Te voy a confesar algo. Hace cinco minutos pasé por este pasillo y creo que me llevé el último paquete. ─Señaló su cesta y Elena las vio allí, medio sepultadas entre tarros de mermelada y miel, natillas de chocolate, algo de leche condensada y fruta─.Lo único que se me ocurre es invitarte a un café y que las compartamos. Vivo aquí, en el portal de al lado. ¿Te apetece? Por cierto, soy Omar.

Se quedó hipertérrita, en silencio unos segundos, miró hacia el suelo y luego hacia la cesta llena de productos dulces. Jamás había visto que nadie llevara tanto azúcar junto, ni por los pasillos, ni en las cajas a la hora de pagar. ¿Tenía eso algún significado? ¿Podría aventurar que era de fiar, solo por eso? ¿Un chico dulce? Demasiadas preguntas a la vez  ¿Irse con un desconocido? No pensaba que fuera buena idea.

─Soy Elena─balbuceó─. Qué digo ahora, no sé qué hacer. Le echó una fugaz mirada, madre mía es Apolo en persona y debe ser diez años más joven que yo. Ese pensamiento la puso aún más nerviosa.

Omar se percató de que había sido muy impulsivo con la propuesta así que pensó que lo mejor que podía hacer era darle algo de tiempo. Lo cierto es que ni siquiera él mismo se daba cuenta de lo que estaba diciendo, pero no quería dejar de admirar esos diminutos tobillos, maestros del equilibrismo, acróbatas sin igual.

─Mira, yo voy guardando el sitio en la cola y mientras te lo vas pensando, ¿te parece?

─De acuerdo, nos vemos en la caja 5.

─¿Donde Silvia?─preguntó Omar.

─Sí, ¿conoces a la cajera?

-Es amiga de mi hermana.

Elena terminó su compra y, aún sin saber muy bien qué respuesta dar, llegó a la caja con una sonrisa de oreja a oreja, al fin y al cabo había dejado atrás el recelo para al menos sentirse halagada, era lo menos que podía hacer. Fue Omar quien primero pasó por caja. Ella se quedó rezagada escuchando la conversación entre Silvia y él. La cajera parecía apreciarle y mirarle con simpatía, le preguntó algo acerca de su trabajo y charlaron brevemente. En ese momento Elena decidió que sí, que se sentía confiada y que aceptaría esa invitación.

Pagaron y salieron a la puerta del supermercado.

─¿Subes?

─Sí, pero prefiero tomar té, ¿te importa? ¿Tienes en casa?

─Sin problema. Vivo en el segundo, siempre subo por las escaleras pero si quieres cogemos el ascensor.

Entraron al portal y Elena se adelantó, puso un pie en el primer peldaño de las escaleras y lo invitó a subir con la mirada. Omar le dio paso a ella primero. Subía peldaño a peldaño con los ojos puestos en sus pies y  tobillos. Adivinó unas incipientes venitas señalándose alrededor del tobillo izquierdo y un precioso lunar en el empeine del pie derecho. Iba absorto hasta que pasado el primer piso se dio cuenta de que el silencio que había entre los dos se había vuelto algo incómodo, así que decidió decir algo.

─En realidad es la primera vez que compro estas galletas. Siempre las hago caseras. Mi vecina Amanda me pasó una receta estupenda y las industriales no me saben igual. Me faltaban unos cuantos ingredientes para hornearlas así que he bajado para quitarme el capricho. Ya estamos, esta es mi puerta. Entraron en la casa, directamente al salón.

Aún flotaba en el ambiente un ligero aroma a café y té . Recostada sobre el sofá, bocarriba, semidesnuda, intentaba recobrar el aliento. Había sucedido muy rápido, apenas casi sin tiempo a degustar la merienda, todo se precipitó. Allí estaban en el plato, sobre la mesa, las pocas cookies que quedaban enteras. Omar deslizaba su lengua por encima de su ombligo en dirección descendente. Paraba un instante, besaba su piel entreabriendo sus labios y absorbiéndola suavemente, volvía a aparecer su lengua, humedeciendo de lado a lado el contorno de su vientre. Así una y otra vez, en un viaje concéntrico que parecía no tener fin.

Iba perdiendo el aliento, cada vez más excitada, cada vez más ansiosa de sentirle dentro. Omar apoyaba las manos en sus glúteos, grandes, casi mórbidos, pero tremendamente dúctiles. La asía fuertemente mientras continuaba su viaje hacia el centro del placer, el suyo, que ahora residía entre las piernas de Elena. Aunque se moría de ganas de penetrarla, no quería acelerar el momento, no quería que aquella delicia terminara. Llegó hasta su pubis, de vello castaño y alborotado. Sonrió cuando descubrió una cana medio escondida, como temerosa de ser descubierta. Nunca le importó estar con mujeres más mayores, tampoco  más jóvenes. Le bastaba con que tuvieran ese especial toque, esa anatomía, la redondez perfecta en armonioso equilibrio.

El «Niño Botero» le apodaba su gente del barrio, por esa especial querencia hacia las mujeres que recordaban la obra del pintor. Era una odisea encontrarse con una belleza como Elena. El mundo le parecía un inmenso expositor de tallas diminutas, huesos a la vista y dietas maratonianas. No hallaba gorda que no estuviera a régimen, que no se privara de comer, que no contara calorías, ni embutiera sus carnes en mallas deportivas impelidas por la esperanza de perder aunque fueran 500g.

Para él la gordura era una invitación al más carnal de los placeres, el de tocarnos mutuamente, el de alimentar con abundancia y corporeidad extrema el goce sexual. Omar, que era todo lo contrario, de constitución espigada y fibrosa se desvivía en caricias entre las piernas de Elena. Ni que decir que se despojó de su ropa interior  al sentir que no podía contener entre sus pantalones semejante erección. El glande asomaba enrojecido y brillante, ansioso, impaciente a que llegara su turno.

Ella, en un breve giro de cabeza y con los ojos entreabiertos, vio una de las cookies encima del plato. La cogió con la mano, la llevó a la altura de su pubis y susurró- Omar- Él la miró un instante, vio la galleta sonrió y le guiñó un ojo. Elena la apretó entre sus dedos haciéndola pedacitos que se precipitaron por su vientre hasta la boca de Omar. Seguía explorando con su lengua. Lamió unas migajitas que se habían quedado atrapadas en el pliegue inguinal, allí atrincheradas, como si no quisieran escapar de cada uno de los espasmos  que sacudían el cuerpo de Elena. El olor a vainilla de las cookies se mezclaban con la untuosidad lúbrica del clítoris con el que no se cansaba de juguetear, rodeándolo con su lengua, dirigiéndola de lado a lado, inflamando sin límites toda la vulva.

Aprovechó un pedacito de chocolate que quedó suspendido sobre su pubis, lo acercó a su boca, lo relamió con el dedo hasta que se deshizo entre sus dientes. Acto seguido introdujo el índice y el corazón dentro de Elena. Muy despacio, pero con firmeza, presionaba con sus dedos ligeramente arqueados hasta que podía sentir su lengua y sus dedos perfectamente sincronizados. Ella se estremecía con un ritmo más acelerado cada vez, convulsionando su cuerpo y obligando a Omar a seguirla en cada movimiento. En esos instantes finales sus tímidos y entrecortados gemidos se transformaron en un alarido de placer. Un intenso orgasmo sacudió todo su ser.

Respiró profundamente varias veces, como si no alcanzara a llenar sus pulmones lo suficiente para recobrar el aliento.

─No me hagas esperar más, no te hagas esperar más, lléname por completo.

Omar no se hizo de rogar.

 

Relato a la canela

caja de madera con canela en rama

Vera terminó de cocinar. El pato le había quedado suntuoso, espectacular, estaba satisfecha, todo perfecto, como le gustaba que salieran las cosas. Listo para cuando llegara Amanda. ¡Sorpresa! había terminado antes el reparto y decidió celebrarlo cocinando algo especial. Sobre la encimera quedó una rama de canela, la última que no quiso añadir al plato.

Toda la cocina estaba impregnada de ese aroma, le abría el apetito. Cerraba los ojos e inspiraba, quería aprisionar ese olor, atraparlo en su interior para volver a él una y otra vez. Esa calidez le provocaba nostalgia. Qué podía hacer, no veía otra alternativa que seguir cocinando canela. Era la última rama. La cogió, se la llevó  al labio inferior, exploró su sabor con la punta de la lengua. Miró la cajonera, extrajo una gran olla, la llenó de agua y la dejó caer. Lentamente el agua fue cambiando de color. Se asomaba por encima de la olla vaporizando toda su piel. Quería más, un poquito más.

Dejó que el agua se templara un poco. Extrajo la rama de canela, mojada pero casi intacta, algo agrietada quizás,  la sujetó entre sus dientes. Cogió la olla y se fue al baño, junto al dormitorio. Dejó la canela cerca, donde pudiera verla, aflojó el pantalón que llevaba puesto, lo dejó caer poco a poco, y luego las bragas. Se agachó y sumergió su sexo en el agua aún tibia, entornó los ojos buscando ese lugar que apenas podía ver.

Mojó su dedo índice en el líquido y lo lamió. Se fue incorporando poco a poco sintiendo gotas y gotas de agua de canela deslizándose entre sus piernas. Alcanzó una pequeña toalla y acarició su piel secando con ella su creciente humedad . Se deshizo de los pantalones y las bragas, cogió la rama de canela en su mano y  en tres pequeños saltos llegó a la puerta del dormitorio. Estaba entornada. Con un movimiento de su cadera la abrió y en otros tres pequeños saltos se tumbó sobre la cama, de espaldas, con las rodillas flexionadas, las piernas levemente abiertas.

Fue a probar el sabor de su piel, su piel entre las piernas. Dos dedos de su mano, lo más ágiles, bajaron directamente, despacito recorrieron los labios mayores, su tímido clítoris asomó su cabeza con curiosidad infantil. Amanda sintió que se inflamaba, pero antes tenía que olerse. Rápidamente llevó sus dedos a la nariz y el aroma a canela la embriagó de nuevo. Más canela, quiero más, pensó.

Escuchó la llave de la cerradura girando, la puerta de la casa abriéndose.  Amanda había vuelto, así que el almuerzo tendría que esperar.

─Estoy en el dormitorio.

Amanda entró y Vera torneó su cuerpo en dirección a la puerta de la habitación.

─He cocinado con tu especia favorita.

Le señaló la rama de canela que ahora ya no sujetaba con su mano, sino entre sus labios mayores, sobre su  ya abultado clítoris. Vera, pícara,  le guiño un ojo y ladeó el cuello, invitando a Amanda a entrar en la cama. Amanda dejó caer el bolso, las llaves, se levantó el vestido y lo lanzó en un solo gesto. Cogió la canela de entre las piernas de Vera y repasó con su lengua toda la rama sin dejar de mirarla y sin ocultar su creciente deseo. Luego, se sumergió en el camino aromatizado que la canela había marcado en la piel de su amante. El pato comenzó a enfriarse en la cocina.